El honor entre las piernas

Si hay una palabra que ha causado estragos entre las mujeres y los hombres esa es el término honor. El Alcalde de Zalamea fue seguramente uno de los primeros que adujo que el honor se encontraba entre las piernas de las mujeres, y ya se sabe que «el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios», aunque más certero sería decir de los hombres, que son los que han obligado a las mujeres a que sigan sus directrices. ¡Qué perra con el honor!¡ Y qué carga tan pesada tener que llevar el honor en nuestras partes pudendas, sin poder abrirlas con tranquilidad, sin poder darnos un garbeíto por los antros por los que sí que acostumbraban a deambular los guardianes del mismo, porque al parecer su honor lo tenían depositado entre los muslos de sus señoras, pero no entre los de ellos, que bien podían airearlo sin menoscabo de su honra. ¡Ah, el honor! cuántos siglos, cuántos lustros, cuántos años de contención: no mires a fulanino, no salgas a la calle a deshora, no llames la atención, no te insinúes demasiado, no me gusta que a los toros te pongas la minifalda… ah, ah, y nosotras venga a transportar el honor de los caballeros con nuestras piernas bien juntas, no vaya a ser que se nos caiga en la calle, andando como si tuviéramos un palo en el culo, dando pasitos cortos y sin mirar mucho a la cara de nadie. Tras mucho sufrimiento y algunas luchas finalmente hemos podido socavar tan bien urdido principio… pero no en todo el mundo, donde la palabreja sigue causando estragos, dolorosos estragos que acaban con la vida de jóvenes en la flor de la vida por haberse atrevido a mirar a un chico, quizá por haber abierto las piernas y dejado caer esa pesada carga que los hombres han puesto en sus entrepiernas. Y cuando no pierden la vida, como Anusha Zafar, esa desdichada muchacha de Pakistán, pueden acabar desfiguradas por el ácido, una venganza aún peor que la muerte, pues hay que seguir arrastrando el cuerpo con el rostro sin ojos, sin labios, sin boca, sin cuello, con la piel derretida como carámbanos chamuscados. Y todo por haber desafiado ese concepto ancestral que parte del principio de que las mujeres no se pertenecen a sí mismas, sino que son propiedad de los hombres de su familia, ya sea padre, hermano, tío, esposo o hijo. Cuánto trabajo queda por hacer en el mundo hasta conseguir que todas las culturas -desde las más ancladas en el pasado  a las más  modernas que lo creen todo conseguido- asuman de verdad, y no sólo de boquilla, que las mujeres son sujetos con voluntad propia dueñas de su propio destino. Acordemos con Calderón que el honor es patrimonio del alma, del alma de cada persona, hombre o mujer, y que si se encuentra en algún lugar no es precisamente entre nuestras piernas.

Acerca de Juana Gallego

Profesora de periodismo en la UAB, periodista y escritora en ciernes. Ver todas las entradas de Juana Gallego

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